Superando tus límites alcanzas el éxito

¡Me estoy ahogando! Despierto de forma violenta jalando aire con desesperación. Intento controlar mi respiración, pero mis pulmones no aspiran el aire que necesito. Mi corazón palpita con fuerza mientras experimento un fuerte dolor de cabeza; tan punzante que parece estallar. Con el más ligero movimiento siento mi cerebro flotando en el líquido cefalorraquídeo chocando contra las paredes craneales. Me duele pensar. Estoy bajo un terrible agotamiento físico. Tiemblo de frío. Jamás en mi vida había sentido tanto frío, al grado de calarme los huesos.

¿En dónde me encuentro? Desorientado, volteo hacia todos lados. No veo nada. La oscuridad es absoluta. La falta de visibilidad es suplida por el aterrador viento que aulla sin cesar. Los quejidos de mis compañeros me devuelven la memoria. Me encuentro en un refugio alpino conocido como República de Chile, a 4,300 metros de altura. Es mi primer ascenso a la punta del Iztaccíhuatl, mejor conocido como La mujer dormida, una de las montañas más altas de México.

Tengo un frío de los mil demonios: desde la nariz hasta el dedo más pequeño del pie. Estoy exhausto, pero me siento tan mal que no puedo conciliar el sueño. Conforme pasan las horas, mi estado se encuentra lejos de mejorar. Me siento con dificultad en la tabla de madera que sirve de cama. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, observo a mis compañeros. Tampoco la están pasando bien; unos dan vueltas en sus sleepings, mientras que otros sueltan quejas incomprensibles. Los menos dormitan, pero su sueño es tan ligero que cualquier sonido los despierta. Alejandro, uno de mis amigos alpinistas, se incorpora. Pienso que tendré a alguien con quién platicar, pero enseguida toma una bolsa de plástico para devolver el estómago. Me recuesto para continuar con mi infierno personal.

La advertencia

¡Suena la alarma del reloj! Son las cinco de la mañana. El guía se levanta para iniciar los preparativos. El objetivo es llegar hasta lo más alto de la montaña. Con gran esfuerzo, el equipo de alpinistas se levanta. Cada uno se pone el traje de tormenta, abrocha sus botas y colocan los crampones; terminamos de armar las mochilas y revisamos que el equipo esté completo. ¡Ha llegado el momento de salir del refugio!

Se abre la puerta. Un vendaval frío cubre por completo mi rostro. ¡Me quema! Afuera todavía es de noche y está nevando, así que prendemos las linternas. ¡A oscuras iniciamos la marcha sobre la nieve!

Me sigo sintiendo mal. Muy mal. La cabeza me duele y experimento pequeñas punzadas en el corazón. Tengo dificultad para respirar y la fatiga me hace caminar con lentitud. Detengo al guía para platicarle lo que me ocurre. Con preocupación me escucha. «No hay duda —me dice— tienes mal de montaña». Ante mi cara de sorpresa y angustia, agrega: «Puedes quedarte aquí y esperarnos. Si te sientes muy mal o empeoras, deberás descender. Eso es lo que yo te recomiendo. ¡No subas! Quédate con tus otros compañeros».

De reojo, observo al grupo de quienes también se sienten mal o ya no tienen fuerza. Ellos no van a continuar. Prefieren meterse al refugio y dormirse en sus sleepings. ¿Yo haría lo mismo? Mmm… El guía agregó: «Podrías subir y, poco a poco, tu cuerpo se irá acostumbrando a la falta de aire. Pero también podría pasar lo contrario. Sabes que es un riesgo; tu vida estaría en peligro si se presenta una edema pulmonar o un edema cerebral de altitud. Ya tienes los síntomas, pero es tu decisión», señaló.

La hora de la verdad

El guía, junto con los que sobran del grupo inicial, continúa la caminata hacia la cumbre. Me quedo parado, tratando de pensar, aunque no llego a ninguna conclusión. Los minutos me parecen eternos. A mi mente llegan los cuestionamientos de mis padres y amigos: «¿Y todo ese equipo, tan costoso, sólo es para subir la montaña?»; «Yo tengo un amigo cuyo hijo se accidentó muy feo al escalar»; «¡Qué peligroso es eso que haces!»; «¿Y para qué subes montañas?»; «¿Ya sabes que a los alpinistas se les gangrenan los dedos por congelamiento y luego se los tienen que cortar?»; «¡Ay, Juan! A ver si no te pasa algo y después te arrepientes!»; «Si por lo menos te murieras… ¿qué tal si quedas inválido o en silla de ruedas?».

Después de mortificarme —asumiendo que tal vez tenían razón— me pregunté: “¿Vale la pena lo que estoy haciendo?”. No pensé. ¡Sentí! La respuesta surgió de manera inmediata, de lo más profundo de mi corazón, como si fuera un líquido caliente que brotara de mi pecho: «No he llegado tan lejos como para detenerme ahora». Tomé mi piolet con fuerza y busqué al grupo. Inicie el ascenso.

¿Camino a la muerte?

Mis pisadas eran torpes; si aceleraba el paso sentía una punzada en el corazón. Debía ir despacio. Cada movimiento me costaba un esfuerzo inaudito. Por si fuera poco, no podía llenar mis pulmones con aire; mi respiración era insuficiente. «Me va a dar un edema pulmonar», pensé. Pero seguí caminando lentamente. Estaba sumamente retrasado con respecto del grupo; ya no los veía, pero era mejor así. Si algo me pasaba, nadie debía responsabilizarse por mi decisión de continuar. Me encontraba en un punto en donde no podía regresar solo, pero tampoco quedarme ahí. ¡Debía avanzar!

Mi cuerpo continuó moviéndose, siguiendo las pisadas de mis compañeros. El camino se fue haciendo cada vez más escarpado, de tal forma que tenía que caminar de lado y pisar con fuerza para que los crampones se afianzaran en la nieve. Fueron minutos de intenso dolor y preocupación, pero prevalecía la firme convicción de subir a la cumbre.

Poco a poco, la luz comenzó a invadir el paisaje: estaba amaneciendo. Un velo naranja tiñó por algunos minutos el manto de hielo que cubre la montaña. Fue hermoso. Sonreí. ¡En ese instante llegué hasta arriba! Desde la cumbre pude admirar un espectáculo que difícilmente puedo describir. Hasta donde alcanzaba mi vista, podía divisar el horizonte en toda su magnificencia. Los rayos de luz avanzaron suavemente hasta cubrir el valle.

Me senté para que me diera el sol en la cara mientras observaba el camino que había dejado atrás. ¡Lo había logrado! La emoción embargaba todos mis sentidos. La adrenalina corría por mis venas. No podía creer que siguiera vivo; mucho menos que había logrado la meta. Creo que estuve cerca de la muerte, como jamás lo había estado.

Reflexiones en la punta del éxito

Cuando la emoción se asentó en mi cabeza, algunos pensamientos extraños invadieron mi mente. Sabía que me había arriesgado pero, ¿por qué lo hice?, ¿qué necesidad tengo en desafiar a la muerte?, ¿qué quería probar?, ¿acaso no me importa mi propia vida?, ¿cuál es la razón de estar ahí? La falta de respuestas a estas interrogantes ensombreció mi semblante, pero sólo durante unos instantes. Al mirar la inmensidad de aquel hermoso paisaje, dejé de pensar y empecé a sentir. Me di cuenta de que estaba feliz. No hubo aplausos, ni premios o medallas, únicamente mi más profundo reconocimiento. Estaba plenamente satisfecho y orgulloso de mí mismo.

La vivencia dejó una profunda huella, pero jamás lo había relatado. De hecho, aún conservo la fotografía que me tomaron en la cima del Iztaccíhuatl. Está colgada en mi oficina como un recordatorio permanente de que nunca debo darme por vencido; aún en los momentos difíciles, debo ser fiel a mis ideales y sueños.

En retrospectiva, pienso que fue uno de muchos actos imprudentes que he realizado a lo largo de mi trayectoria como aventurero. Pero no me arrepiento, ni me justifico. Si he de morir, que sea haciendo lo que más me gusta. Finalmente, yo escogí este camino por donde me guían mis emociones… y eso me hace feliz.

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Cada reto, una montaña

Una de las razones por las que me apasiona el alpinismo es su profundo paralelismo con la vida. A lo largo de nuestra existencia, cada uno de nosotros elegimos diversos retos. Sin importar cuáles sean, debemos estar preparados, tanto en lo físico como en lo emocional, para poder alcanzarlos. Puede ser la culminación de una exitosa carrera profesional o la instalación de un negocio próspero; tal vez sea concluir un libro o filmar una película. Pero en la búsqueda y en la culminación de nuestros objetivos es donde radica la razón de ser de nuestra vida. ¡Es el camino que elegimos!

Cada meta se encuentra representada por aquellas cumbres cubiertas de nieve. Dependiendo del tamaño de tu reto será la altura de la montaña y el esfuerzo correspondiente para alcanzarla. Los grandes desafíos siempre están llenos de momentos difíciles, de peligros y de titubeos; para seguir adelante, como toda excursión, se requiere pasión, entrenamiento, determinación, fe, constancia y un poco de locura. No importa que carezcas de una razón lógica para estar ahí o para hacer lo que quieras, siempre y cuando lo disfrutes al máximo.

¡La vida es maravillosa y tiene miles de montañas! No te quedes sentado en el borde, viendo cómo suben otros. Conquista tus propias cumbres y triunfa. ¡No le tengas miedo a la vida!

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